Este año para celebrar el día internacional del libro me gustaría dedicaros un cuento clásico e infantil del escritor y poeta danés Hans Christian Andersen, titulado "La pequeña vendedora de fósforos".
El cuento pretende que el lector empatice, en este caso, que los niños y niñas empaticen con la protagonista del cuento. Una niña que vende fósforos.
Lo leí hace mucho tiempo y me pareció muy bueno, si no lo conocíais espero que os guste.
¿Por qué recomendar este cuento infantil y clásico? sencillamente porque muestra la realidad dada en el aquel momento tratando temas como la pobreza, la miseria, el dolor y el hambre que sufrían las clases sociales más bajas, que afectaba también a los niños y niñas.
El cuento pretende que el lector empatice, en este caso, que los niños y niñas empaticen con la protagonista del cuento. Una niña que vende fósforos.
Lo leí hace mucho tiempo y me pareció muy bueno, si no lo conocíais espero que os guste.
El frío era tan intenso y la nieve caía con tanta fuerza, que todo el mundo deseaba llegar a casa para calentarse frente a la estufa y preparar la cena de Nochebuena, víspera de Navidad. —¡fósforos! ¡fósforos! ¡Para encender el árbol! —repetía la niña, infructuosamente.
Con aquella vocecilla era imposible que la oyesen. Tendría diez años, llevaba un vestido demasiado ligero y lleno de remiendos, los lacios y rubios cabellos rodeaban su pálida y delgada carita y con las manos trataba de sostener el delantal, formando una bolsa donde llevaba los fósforos.
—¡Dios mío! —musitaba—. ¡No voy a vender nada! ¡No he logrado vender ni un solo fósforo! —Miró sus pies, hundidos en la nieve, desnudos y amoratados por el terrible frío. Los tenía tan helados que apenas los sentía. Perdió una de las viejas zapatillas que le quedaban al tratar de huir de un carruaje que se le venía encima. La otra zapatilla se la llevó un niño travieso, diciendo que la pensaba usar como nido de gorriones. —¡fósforos! ¡fósforos! —la voz de la pequeña vendedora se perdía entre la ventisca, mientras comenzaba a anochecer.
No quería volver a su buhardilla. Allí casi hacía tanto frío como en la calle; las ventanas estaban rotas y no había leña para la estufa. Además estaría sola. Sus padres murieron meses atrás y necesitaba vender cerillas para ganar unas monedas con las que comprar lo más necesario. No, no quería estar sola en aquella gélida buhardilla. Prefería moverse cerca de la gente que pasaba junto a ella; aunque no la viesen, aunque no le hiciesen caso, aunque no le comprasen nada. —¡Son los mejores fósforos! ¡Son de madera!. Una cruel ráfaga de viento hizo tambalear su cuerpecillo y no tuvo más remedio que guarecerse en un portal, donde había bastante espacio para acurrucarse, aunque ello no la privaba del frío y los copos de nieve que caían sin cesar.
De pronto, la niña oyó unas risas y vio la luz que llegaba desde una ventana cercana. Tiritando y con los pies insensibles, logró ponerse de puntillas y asomar sus ojos por el alféizar. Lo que vio entonces fue algo maravilloso: dos niños jugaban alegremente alrededor del árbol de Navidad, mientras su padre echaba leña a la estufa. La pequeña vendedora se fijó en esa estufa, chisporroteando lucecitas al aceptar la leña seca. ¡Cómo le hubiese gustado acercar sus manos a ella! ¡Se debía estar tan bien en esa casa! ¡Qué felices parecían todos, a punto de celebrar la Nochebuena!
A lo mejor, si encendiese un fósforo…», pensó la niña. ¡Sí, por qué no! Al fin y al cabo, un fósforo de menos no importaría demasiado. Y tal vez lograr darse algo de calor a su cuerpo aterido… Así que frotó un fósforo contra la pared. Al principio le costó mucho lograrlo, ya que sus manos no respondían a las órdenes que les daba. La llamita del fósforo despertó reflejos de la luz en el portal, agrandándose de tamaño a medida que ardía, o al menos, eso le pareció a la niña. Acercaba sus manos al débil consuelo de calor e imaginaba, imaginaba… Imaginó, creyó ver que la estufa de aquella casa se le acercaba, brindándole todo el bienestar que a ella le faltaba ¡ Qué bien! ¡ Qué calorcito! ¡ Qué…!
El fósforo se apagó y todo el encanto quedó cortado, para dar paso a la realidad. Y la realidad era el frío, la nevada, el hambre y la pena que sentía la pobre niña, acurrucada en el portal, —¡Fósforos! ¿Alguien quiere fósforos ? —balbuceó, aunque estaba segura de que nadie pasaba junto a ella. Recordó ese fósforo que había encendido y sintió unos terribles deseos de prender fuego a otro. «¡Me quedan tantos!», pensó.
Le castañeteaban los dientes cuando aplicó un nuevo fósforo a la rigurosidad de la pared. Y a la luz de aquel fósforo, los prodigios se multiplicaron. Ahora era una mesa dispuesta con todas las ricas viandas necesarias para celebrar una suculenta cena de Nochebuena: pavo asado, patatas rellenas, verduras humeantes, pastel, frutas…
El pavo se adelantó al resto de la comida y parecía decir: ¡Cómeme, cómeme! La niña llegó incluso a percibir el delicioso aroma que despedía el asado. Alzó sus temblorosas manos y cuando estaba más a punto de tomar aquel manjar… ¡zas, el fósforo se apagó!
Pero no, ella no podía dejar pasar tanta maravilla, con el hambre que sentía. Ya no le importaba que fuese producto de su imaginación; lo único que quería era coger aquel riquísimo pavo asado… Y encendió otro fósforo. Al resplandor del fósforo, la visión había cambiado. Esta vez, la niña vio a una familia reunida alrededor de la mesa, bebiendo, comiendo y entonando villancicos. El padre brindaba por la felicidad de todos, el abuelo se emocionaba con los cantos de sus nietos y la madre miraba embelesada a sus hijos.
Lágrimas amargas resbalaron por la carita de la vendedora de fósforo. Hace tiempo, ella también había tenido unos padres tan buenos como aquéllos; no fueron nunca tan ricos como los de la visión, pero celebraban la Nochebuena todos juntos. Luego, ellos se fueron y en su casa ya no hubo más alegría, más calor, más cantos. El chisporroteo final del fósforo aumentó la tristeza de la niña. A medida que la noche avanzaba, también se hacía más crudo e intenso el frío que envolvía la ciudad. Casi sin poder mover su cuerpo, la pequeña vendedora vio cómo sus fósforos se le escurrían del delantal hacia el suelo. ¡Ya no le quedaban nada más que esos fósforos! ¡Eran toda su esperanza!
A duras penas pudo encender otro, pero el esfuerzo valió la pena. Por un momento, allá a lo lejos, sobre el oscuro mosaico del cielo nocturno, apareció una figura que la niña conocía muy bien. —¡Abuela! ¡Es la abuelita! —exclamó. En efecto, era su abuela, la persona que más la quiso en este mundo, quien descendía de las nubes, aproximándose a la niña. Llegaba con el semblante feliz y una aureola dorada rodeaba su cabeza. Tan absorta estaba la pequeña, que no se dio cuenta de que el fósforo se apagaba. Frenéticamente, cogió el resto de fósforos y los encendió uno a uno, hasta formar una pequeña antorcha.
—¡Abuela, no te vayas! —gemía la niña—. ¡Ven a verme, abuelita! Entre el fulgor de las llamas, la abuela respondió a la llamada de su nieta. —No te preocupes, mi pequeña. Ya estoy contigo. —Abuela…, pareces muy feliz… Yo me quedé muy triste, cuando tú nos dejaste. Abuelita…, estoy sola… La abuela sonreía, suspendida sobre la cabeza de la niña. A ésta, ya no le importaba ni el frío ni el hambre. Trataba de incorporarse, pero su cuerpo ya no respondía. —Ahora vivo en un lugar donde nunca hay oscuridad, ni es necesario vender fósforos, ni tiene cabida el temor… —dijo la anciana—. En ese lugar vivimos tus padres, vivo yo, vivimos todos los que dejamos este mundo. Nunca nos falta de nada; es un lugar maravilloso. La niña se estremeció.
—¿Y yo…? ¿Podría ir yo también a ese lugar? —preguntó, sintiendo que se le cerraban los ojitos llenos de lágrimas—. ¡Déjame ir contigo, abuelita! ¡Déjame acompañarte, por favor! —¡Nada más fácil! —dijo la anciana—. Basta con que tiendas tus manos hacia mí… pero date prisa; debes hacerlo antes de que se apague la lumbre de tus fósforos. —Sí… ya voy abuelita… ya voy… Y la pequeña vendedora de fósforos realizó un último esfuerzo para tender sus brazos en dirección a su abuela. Después desapareció el frío como por ensalmo. La niña sintió que ascendía, volaba, se unía a la figura de su abuela, subiendo hacia las nubes. Poco a poco, las casas de la ciudad se hacían más y más pequeñas. En algún lejano campanario, sonaron las doce campanadas. Ya era Navidad.
Cuando despuntó el sol sobre las calles, una pareja de transeúntes descubrió el cuerpo de la pequeña vendedora de fósforos en el portal, doblada sobre sí misma, con las manos y la cara bañadas en un tono violáceo, muerta. —¡Pobrecita! —dijo el hombre—. ¡Ha muerto de frío! —¡Mira —dijo la mujer—, está rodeada de fósforos quemados! Por lo visto, quiso calentarse con sus llamitas… —Lo más curioso es esa sonrisa con que se fue… —advirtió el hombre. ¡Cómo no iba a sonreír la pobre niña! Estaba viviendo junto a los suyos, sin padecer ninguno de los sufrimientos que la castigaron mientras estuvo en la tierra. Estaba gozando de las cosas buenas y bellas que sólo alcanzan los puros de espíritu y los que viven ignorados por todos. ¡Era la mejor Navidad de su vida!